Anduve
entre melones y hierbas marinas, comí frutas traídas por sacerdotisas
adolescentes, palpé árboles de savia roja como ladrillo que moraban junto
a la tumba de un príncipe, vi viejos catafalcos de gobernadores guardados
por lentas palmas.
Por los contornos
había raíces en forma de tazones donde los monos mitigaban la sed.
Pasé un
día cerca del lugar donde duermen los ahorcados.
Era la
época en que los brujos habían partido a los campos de arroz destruyendo todos
los talismanes.
En las
calles vistosas doncellas oscuras danzaban.
Entonces
los capitanes bajaban de los ojos para explorar la ciudad.
De este
viaje más allá de los presuntos límites sólo conservo alguna que otra estrella
de mar, varios retratos -ella y yo- y un peregrino cofre que encontré en el
barco durante la travesía.
De aquel
idioma y de mis pasos por la tierra dicha no existe imagen que esté hoy
extinguida. Los veleros tocan a las puertas del aire donde persisto. La luz me
trae delfines muertos. Tu olor reconquista el estremecimiento.
2. He
entrado a región delgada.
Todo lo
que canta se reúne a mis pies como banderas que el tiempo inclina.
Aquí el
mundo es una estación amanecida sobre corales.
Ésta es
la morada donde se depositan los signos de las aguas, el légamo de los navíos,
los mendrugos cargados de relámpagos.
Éste es
el huerto de las especias clamorosas, la temporada de arcilla que el océano
erige.
Ésta es
la fruta de un piélago muerto, la columna desesperada del hambre.
Ésta es
la salobre campana de verdor que el fuego crucifica, la tierra donde una
tribu oscura embalsama un clavel.
Ésta es
la tinta trémula del día, la rosa al rojo vivo inscrita en los anales de la
selva.
* * *
3.
Pero el tiempo me había empobrecido.
Mi único
caudal eran los botines arrancados al miedo.
De tanto
dormir con la muerte sentía mi eternidad. De noche deliraba en las rodillas de
la belleza. Presa de tenaces anillos, a pesar de mi parsimonioso continente de
animal invicto me guardaba de la transitoriedad ínsita a mis actos.
Magnificencia
de la ignorancia. Brujos solemnes habían auscultado mi cuerpo sin poder arribar
a un dictamen. Sólo yo conocía mi mal. Era -caso no infrecuente en los anales
de los falsos desarrollos- la duda.
Yo nunca
supe si fui escogido para trasladar revelaciones.
Nunca
estuve seguro de mi cuerpo.
Nunca
pude precisar si tenía una historia.
Yo
ignoraba todo lo concerniente a mí y a mis ancestros.
Nunca
creí que mis ojos, orejas, boca, nariz, piel, movimientos, gustos, dilecciones, aversiones me pertenecían enteramente.
Yo apenas
sospechaba que había tierra, luz, agua, aire, que vivía y que estaba obligado a
llevar mi cuerpo de un lado a otro, alimentándolo, limpiándolo, cuidándolo para
que luciera presentable en el animado concierto de la honorabilidad ciudadana.
Mi mal
era irrescatable.
Me sentía
solo. Necesitaba a mi lado una mujer silenciosa, paciente y dúctil que me
rodease con una voz.
Yo era un
rey de infranqueable designio, de voluntad educada para la recepción del
acatamiento, de pretensiones que hacían sonreír a los duendes. Un rey niño.
Cuando
advino, inopinadamente, una era de pobreza, perdí mi serenidad.
Mis
pasiones absolutas -entre ellas el amor, que para mí era totalidad- fueron
barridas.
En suma,
yo era una pregunta condenada a no calzar el signo de interrogación. O un navío
que se transformaba en fosforescente penacho de dragón. O una nube que se
demudaba conforme al movimiento.
Habitaba
un lugar indeciso.
Mi
historia era un largo recuento de inauditas torpezas, de infértiles
averiguaciones, de fabulosas fábricas.
Un dios
cobarde usurpaba mis aras.
Él había
degollado el amor frente a una reluciente laguna, en un bosque de caobos. Huía
mugiendo sábanas ensangrentadas. Escapaba del recinto feliz. Las nubes eran
símbolos zoológicos de mi destierro.
El amor
me conducía con inocencia hacia la destrucción.
El odio,
como a mis mayores, me fortalecía.
Pero yo
era generoso y sabía reír.
Como no
soportaba la claridad, dispuse entre anaranjados estertores de sol mi regreso
hacia el final. Las aguas me condujeron como el sensitivo lleva la pesadilla.
Volví insomne al lugar de la ficción.
* * *
4. Sólo
tú misma en el acto. Extendida, carnosa, húmeda.
Un
temblor sin lapso. Sin equívoco. Torbellino en torno de la flor de blando
terciopelo, acorazonada, que nace del clima de tus piernas como un grito
nocturno. Flor que se liba.
Sombra de
flor. En la sinfonía ciega de las corrientes lozana forma de mis manos sin
ojos. Cuerno remoto de los rendimientos.
Llego
navegando ondulaciones desesperadas. Soy dichoso.
¿Cuál es
el color de esta fruición desencadenada, cómo llamarla, qué dios nos ha
entregado esta conjunción? Me iré, Venus, me iré, pero antes quiero apurar la
copa. Ahogar los límites mollares, sofocar los cerrojos albeantes, vencer la
sombra leda de la desnudez, sacrificar el sonrojo numerado.
No me
marcharé hasta que esta vegetal confusión de ondas no se haya cumplido. En
tanto mi animal lamedor no esté sosegado.
Amo los
blandos linderos de inefable tinte, ondulantes en la selva enana y
espléndidamente libre que sobresale de tu cuerpo como mil vocecillas frutales,
el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar. Toda tú adunada por mareas
geométricas a mi piel.
Toda
presión, jadeo, huida, retorno, blancor, demencia. Nadadora. Extensión que
amamanta mi vicio. Sombra del láudano bajo mi pesado tiempo.
No
partiré sin llevar una hora feliz en la corola, giradora, vencida y celante de
los ojos que como al sol te reciben.
1960
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